Abierta al derrame ...

Abierta al derrame lunar y solitaria de muchas soledades, aquella noche, del más duro verano, parecía empeñada en estirar su pereza hasta las mismas puertas de su clausura.

La calle de Los Lirios, también en soledad, descansaba sobre un blanco silencio. 

En un testimonial caserón de la hueca y lejana gloria de aquel barrio, una pesada puerta se abrió, sigilosa y lenta, como respondiendo a una fuerza invisible. 

Sombreada, infinitamente irrepetible debajo del alero, comenzó a dibujarse, en el marco lunar de la contrapuerta, el abrazo de una pareja. 

La mujer, madura, esbelta, cubierta apenas con ropas muy sueltas, quizá suplicante, acaso sin aire en el prólogo de un vacío, abrazaba fuerte con una mejilla reposada en el pecho de un hombre. 

De aquel recorte compacto de sombras sobresalía la cabeza erguida del hombre. Parecía ausente del abrazo, la mirada perdida en la calle blanca, como registrando un silencio levemente hostigado por una duermevela de perros, escalonada y lejana. 

Mantuvo por unos minutos aquella mirada, intentando hacer rulos con sus dedos en el desorden de la cabellera de la mujer.

Luego la abrazó más fuerte, dijo algo muy suave con ese cantito sentimental que, habitualmente, en una probable combinación de benévolas mentiras, temores y promesas, suelen prevalecer en el desconcierto de las despedidas.

Siguió abusando de aquellas medias voces al tiempo que sus manos, lentamente, como esforzadas en disimular gestos torpes, como requeridas a sustituir palabras inútiles y estúpidas, comenzaron a desdibujar la figura en una sucesión de siluetas, infinitamente irrepetibles también.


Miguel Longo

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